"Some time later"

sábado, 31 de mayo de 2008

La belleza está en la caída


He vuelto a enamorarme de una novela. Esta vez ha sido Saber perder, de David Trueba. Desde el primer momento he tenido la sensación de que estas páginas atrapan y reflejan de lleno la sensibilidad del hombre del siglo XXI .
Saber perder nos muestra una constelación de personajes inmersos en las redes de sus deseos y contradicciones: Silvia, la adolescente que empieza a vivir y descubre el poder de la química del deseo. Lorenzo, el hombre que se debate desesperadamente contra la idea de ser un fracasado, un muerto en vida. Leandro, el anciano de pasado intachable que un día empieza a priorizar los sentidos a la dignidad. Y Ariel, el joven futbolista argentino que aterriza en España como la gran promesa de futuro. Todos quisieran ser ganadores dentro de una sociedad que nos exige una competencia permanente respecto a nuestros semejantes; sin embargo, es en sus debilidades cuando estos personajes se engrandecen y se vuelven representativos de la crueldad y la ternura inherentes a la condición humana.
Más allá de lo anodino, seguimos los destinos de nuestros personajes, los acompañamos en sus vicisitudes, sus zozobras. Estamos del lado de todos ellos y a la vez del lado de ninguno. Trueba nos ha concedido un punto de vista privilegiado, desde el cual podemos tocar la realidad de cada cual y a la vez observarlas todas a vista de pájaro. Aquí la distancia imparcial y la vivacidad de la emoción se aúnan de la manera más natural. La tercera persona gramatical que nos permite ver a los personajes desde fuera se conjuga con una subjetividad flotante que en cada capítulo se focaliza en un solo personaje; entonces Trueba nos los muestra al desnudo sin condescendencia alguna. Sin embargo, el rabioso presente en que está escrito el texto, la sintaxis entrecortada, el diálogo en estilo indirecto libre que se entrelaza ágilmente con la narración…Todo ello se confabula para conferirnos la sensación de estar viviendo en los ejes de un film; pero una película que va mucho más allá de sí misma, puesto que los cuerpos transparentan las almas que los mueven.

La dinámica de la novela me parece una perfecta radiografía del hombre contemporáneo. La multiplicidad de conciencias y puntos de vista, todas ellas válidas, presentadas sin el menor atisbo de juicios de valor, reflejan lo fragmentario, lo aéreo de la sociedad que se está gestando hoy en día.
El hombre de hoy carece de paradigmas colectivos de conducta, puesto que ya cayeron los valores tradicionales y las ideologías como hojas de otoño. Y, si bien el descrédito de los ideales pudo suponer una crisis de conciencia en el hombre de finales del siglo XX, ahora, en los albores del siglo XXI, el hombre contemporáneo se está acostumbrando a convivir con su vacío.
El único dogma que queda en pie es el afán de triunfar por encima de los demás: afán que está construido sobre arenas movedizas, que crea realidades ilusiorias que pueden derrumbarse en un instante.
El vacío resultante no será entonces ya un precipicio sino una tierra fértil desde la cual puede nacer lo genuino de cada individuo.

En definitiva, quien se arriesga a buscar lo auténtico tiene que saber perder. Si gozamos de libertad total para elegir, si cada uno de nuestros actos constituye un ensayo dentro de un mapa sin referencias, la caída será inevitable. Sólo así se podrá llegar a algún lugar nuevo. Tras tropezarnos con nuestros errores, con nuestras debilidades, aprendemos a aceptarnos en nuestra fragilidad, y logramos también a aceptar los errores de quienes nos rodean.
Hay belleza también en la caída: como el fénix, la muerte de ilusiones, de proyectos, conlleva el nacimiento de otros inéditos.
El fracaso humaniza: desde el fracaso, el hombre comprueba que nada es tan grave como el miedo a caer, y por fin es libre de verdad en su conciencia para ensayar nuevas direcciones, y para dar la mano a sus semejantes que también en algún momento han caído.

Sublime, David, y certero.

jueves, 22 de mayo de 2008

canción mística



Te aferras a la nada en cada segundo de vida.
Celebras el presente efímero,
la concupiscencia del vacío.
Presientes la intimidad del azul,
la existencia humana en desafío.

Te asomas al asombro en cada instante de vida.
aceptarías hasta la muerte por degustar sus aristas.

viernes, 16 de mayo de 2008

El discreto encanto de la vida moderna (FÁBULA URBANA)


Como cada lunes, Rosalía emerge de la estación de RENFE en Plaza Catalunya.
Sin embargo, el rumbo de sus pasos hoy es muy distinto: en vez de girar apresurados hacia la entrada del Corte Inglés, hoy permitirá que la conduzcan azarosamente por las calles.¡Parece mentira! ¡Día libre! Y hace tanto que no se permite ser una simple paseante…Ya no recuerda ni la última vez que hizo shopping.

Comienza a descender Portal de l’Àngel con ojos dispersos, dispuesta a dejarse llevar por su capricho. Pronto se da cuenta de que ha de prestar más atención. Hordas de turistas la zarandean de un lado a otro. Por mirar un escaparate, casi topa con una pareja de americanos detenidos con un mapa en el centro de la calle. A su izquierda, una comitiva de japoneses avanzan asombrados tras la sonrisa experta de su guía. A su derecha, un bailarín callejero es el centro de atención de una asamblea de boquiabiertos.
Intenta adentrarse en su zapatería preferida, y debe sortear un cúmulo de parejas de amigas que gesticulan fascinadas ante ese despliegue de tentaciones. De golpe, una mano agarra su hombro; se gira pensando descubrir el rostro de alguna vieja amiga pero no se trata más que de una compradora impaciente, que la aparta de su camino sin contemplaciones. Siente que el calor invade su rostro, los puños de sus manos se cierran en un gesto intuitivo. Le falta el aire. Sale de nuevo a la calle dando grandes zancadas. Pero no puede pensar con claridad porque se halla entre dos grúas de ruido ensordecedor. Los trabajadores tienen que hablar a gritos, que resuenan cual grietas en su cabeza..
Decide tomar una calle menos transitada, buscar un oasis dentro de la muchedumbre.
Toma la calle de la Palla. Un camión de obras le sigue como una sombra. Debe hacerse a un lado para que pase. Como nadie más se detiene, el camión no puede avanzar, así que acaban caminando al unísono como si se escoltaran mutuamente. Toma Marqués de Campo Sagrado. Al fin un horizonte limpio, una promesa de casi-silencio. Pero no han pasado ni diez segundos, y ya una furgoneta de reparto le va a la zaga, ocupando como por privilegio la totalidad de la calle.
Acelera el paso para dejar atrás el maleficio acústico que la invade; el letrero que reza “Calle Canuda” le huele a salvación. Ya sólo una manzana la separa de la Rambla.
Sus tobillos quisieran volar, pero deberá conformarse con zigzaguear hábilmente.
De nuevo en Plaza Catalunya ¿Qué hacer ahora?. Diríase que la propia fuerza de gravedad vuelve a engullirla bajo el suelo.. Habrá que alejarse del ombligo de la ciudad, de ese tumor de agitación para el que no hay curación alguna.
Cualquier dirección sirve, siempre que la lleve lejos.“Zona universitaria”. Dicen que cerca de ahí hay un parque con una variedad de rosas exuberante. Es la última parada. Mejor. Se deja caer en el asiento. Suspira. Por fin disfrutará de un lapso de tiempo de descanso.
La brusquedad de un sonido de ambulancia la hace sobresaltarse. Se incorpora y observa a dos adolescentes jugando con su móvil a grandes carcajadas. Los mira con reprobación pero ellos, ajenos a todo, continúan bañando el vagón de su algarabía. Prueban melodías de móvil: ninguna les parece lo bastante excesiva.
“Liceu”. El metro se llena de bolsas de plástico. Orgullosas, se posan en todas las esquinas. Abren y cierran su boca, casteñuelan entre ellas, portadoras de la excitación de una compra cuyo apetito todavía no ha finalizado.
“Drassanes” Turbamulta de maletas que se precipitan en el vagón. Sus portadores hablan y ríen a grandes voces. En su frenesí, golpean con los codos a derecha e izquierda, barrando el paso a algunos autóctonos que, feroces, no dudan en empujarlos a su vez para colocarse cada vez más cerca de la salida (no vaya a ser que no puedan ya descender nunca más y sean englutidos por la fiera metropolitana).

Intenta no pensar, no escuchar, no mirar, visualizar solamente el Parque Cervantes al que se dirige en su día libre.
A su lado, alguien mastica fuertemente un chicle. Cuando consigue olvidarlo, de nuevo un respingo. Vuelve a abrir los ojos y, frente a sí, una mujer de unos treinta años: deportiva pero abrumada por el peso de su equipaje –o por el contenido de su agenda, que ahora guarda en el bolso para poder extraer otro objeto. Sus rasgos apagados se iluminan al observar la pantalla de su móvil.
-HOLAAAA! –grita con voz estridente-. Què TAAAL? Sí, és clar, ara vaig cap allà. Doncs MOLT bé. GENIAL! Espera! Igual ara marxa la cobertura. Doncs no! HA HA! Doncs sí, QUÈ FORT ALLÒ que va passar, no? Ostres! SÍ, TIA! NO! De puta mare!

Al unísono, le acompañan cual acordes de orquesta las bolsas del Corte Inglés que están adentrándose a la altura de Maria Cristina. El chicle infatigable marca el compás de fondo. Como contrapunto, otra melodía de móvil a lo lejos.

-Sí, nena, sí!! És que és l’hòstia! Sí, a veure quan ens truquem tots i sopem. Tinc tantees ganes de veure’ns…En Gerard? Molt bé, tia, molt bé, és TAAAAN maco…
Sí, sí, tinc molta sort, un boyuuu…No em queixo, nooooo, hehe.

Mientras ha dicho estas últimas palabras, sus dedos se enredan nerviosamente en las bolsas de plástico; la mano izquierda tantea el bolso con fruición; su espalda está encorvada, sus cejas tensas, pero hace brillar sus dientes para el espectáculo público.

-Tens el meu telèfon, no? No et surt a la pantalla? Mira: és el…

Esta es su oportunidad. Rosalía anota mentalmente los números. En un rapto de determinación, se levanta, sale del vagón en la siguiente parada y entra en el vecino.
Marca los números recién aprendidos.

“Hola. Sóc JO. No cridis, no, ja et sento. Et dic que sóc JO i vull que m’escoltis tu a mi.
A qui vols enganyar fent creure que ets feliç? Per favor!!
Per molt que repeteixis en veu alta lo GUAI que és tot el que fas NO LI INTERESSA A NINGÚ ni tampoc convenceràs a ningú: la teva vida fa pena. I per molt soroll que facis, això no farà canviar res. O sigui que com a mínim tingues pietat de la gent que no ha triat seure al metro al teu costat: pel bé de la humanitat, dóna un descans al teu mòbil!! Si necesites tant parlar en veu alta, compra’t una gravadora, però fes-ho a casa i deixa de torturar la resta del món!
Ah, i fes el favor de canviar de melodia, que és més hortera i depriment que el Charles Chaplin ballant el chiqui-chiqui!”

martes, 6 de mayo de 2008

TODOS TENEMOS UN KEATING DENTRO


La segunda de las películas de mi cinefórum fue "El club de los poetas muertos".

Sí, lo sé, con esta elección se ve a la legua esa profe idealista-romántica que llevo dentro...pero no pude resistirme. ¡Ahora que soy profe de comunicación y puedo "experimentar" a gusto con adultos cómo no poner esta película!

Esta película sin duda permanece en el recuerdo de mucha gente de mi generación.

En ella el profesor-héroe Keating irrumpe en la vida gris de unos adolescentes en la Escocia de los años 50...y transforma rutina en descubrimiento; sumisión en respeto; disciplina en capacidad de pensar por uno mismo; y, sobre todo, inyecta en ellos la pasión por vivir, por descubrir el mundo y hacer de cada instante algo único.

Los planteamientos de la película no dejan de ser simplistas; y se alaba en demasía y de manera poco realista la figura del profesor-iluminador de conciencias. Con todo, me parece una de las ficciones más potentes que se han creado para reflejar simbólicamente cuánto nos puede cambiar la vida una educación auténtica donde el punto central sea el autodescubrimiento.

El tema del carpe diem parece tal vez más propio de la adolescencia, ya que en ella se exacerba la capacidad de percepción del momento presente, sea en la tristeza como en el dolor.
Sin embargo, creo que a los adultos este recordatorio no nos viene nada mal tampoco. ¿Realmente estamos organizando nuestra vida como nos gustaría? ¿Estamos degustando en el bajo paladar todos los momentos del día?

Creo que todos somos capaces de hacerlo, pero no siempre tenemos la energía necesaria: nos absorven las obligaciones, las responsabilidades.

Ahora bien, cuando nos permitimos el lujo de relajarnos, de maravillarnos con el marco de una puerta, con la densidad del aire, con el perfil de una persona, con la química creada en un encuentro o con la propia percepción de uno mismo respecto al paso del tiempo presente (algo ya de por sí precioso): ¿no nos cercioramos de que vale la pena vivir simplemente por eso?

Si la gente se hiciera muy consciente o muy perceptiva, tal vez haría pondría en duda todos los pequeños actos irrelevantes que realizamos por convención social a diario; actos que, de vivir a plena conciencia, encontraríamos tan prescindibles que una buena parte de nuestra organización perecería irremediablemente. O bien nuestras vidas se tornarían tan arriesgadas, tan a merced del viento de nuestra voluntad, que resultaría sumamente difícil tenernos controlados.
Todo ello obviamente no interesa socialmente, por ello esta manera de vivir acaba siendo minoritaria o reducida al ámbito propiamente poético, pasto para las "almas sensibles" que aprecian El club de los poetas muertos, con todo su maniqueismo, cuando su adolescencia hace tiempo quedó marchita.

Será una utopía, pues, pero al menos durante unos instantes al día, ¡qué bien nos hace sentirnos Keating, ser nuestros propios Keatings, ver a las personas que se mueven en nuestro entorno con ojos humanistas!

Durante el visionado de la película, muchos alumnos mostraban expresiones de impaciencia y descrédito. Sin embargo, una vez más, en el cuestionario individual me satisfizo plenamente la respuesta que dieron a algunas de las preguntas, como la siguiente: ¿Si tú fueras el profesor, cómo sería tu método ideal de enseñanza? A pesar de todo su escepticismo aparente, la mayoría de ellos contestaron que harían como Keating si pudieran: leer al aire libre, hacer actividades motivadoras y en definitiva enseñar a sentirse libre.

lunes, 5 de mayo de 2008

PERMISO PARA SOÑAR (Fábula primaveral)


Soy la mujer anónima: la que nadie conoce, la que no se distingue de las oleadas de gente. Pero no voy a conformarme con este destino mediocre: te clavaré mi verdad como un dardo. Lo haré tan abruptamente que no tendrás ocasión de esquivarlo.

Aquel día de abril, me dirigía hacia el metro Barceloneta sorteando las aceras, con el sueño agarrotado en los párpados; en el paladar, un regusto a vértigo, fruto de otra noche de insomnio: me esperaba un día aciago. El metro me engulló en un instante. Derribada sobre el asiento, me disponía a abismarme en las cinco paradas habituales; en mi falda, mi novela aguardándome desangelada, flor sin agua. Y, súbitamente, percibí que alguien me estaba contemplando.
Me mirabas con la intensidad que dicta el arco de tus cejas. Tu rostro no era de una belleza apisonadora; sin embargo, noté en tus pupilas, en el rictus de tu boca, una familiaridad que consiguió hacerme reaccionar de inmediato. Me observabas con la complicidad de quien explora un secreto compartido. En tus manos, el mismo libro que el mío. Me sonreíste. Y entonces fui consciente del repentino magnetismo que desprendía, lánguida silueta posada en un vagón de metro. Seguimos mirándonos de soslayo. “Propera parada: Passeig de Gràcia.” Hiciste amago de levantarte y me asaltó el temor de perderte de vista, pero sólo escudriñabas tus bolsillos en busca de un pañuelo. Nuestros ojos se toparon frontalmente, tu perplejidad contra mi espanto, y ya nos pusimos a reír sin remedio. “¿Qué tal?” te pregunté por acabar con el silencio. “¡Ahora mejor que hace un rato!”, explotaste alegremente. “Propera parada: Girona.” “Yo bajo en Joanic, ¿y tú?” “Yo voy contigo al fin del mundo”, susurraste con una frivolidad que hipnotizaba. Y nos quedamos fijos, estudiándonos, como se acechan dos gatos cuando están tomándose la medida para la batalla.
“Tiene su encanto viajar en metro, ¿no crees?” “Claro…” “La gente hoy en día está fatal, va anestesiada por la vida, no mira ni hace caso a nada; pero de vez en cuando, por suerte, se encuentra a gente como tú…normal...despierta…”
-Viajar en metro me parece una experiencia necesaria, digamos, iniciática, -continuaste, ya sentándote a mi lado, y hurgando en mis ojos el beneplácito para tu atrevimiento.- ¡Qué vacíos serían los días si abriéramos la puerta de casa y nos encontráramos directamente en el trabajo! Amo los metros porque es en esos momentos de tránsito, en la antesala del día, donde se cuecen las mejores intuiciones. Ayer mismo, a las 10 h. en Liceo, tras ser arrollado por una turba de turistas, decidí que pasaría mis próximas vacaciones...¡en Albacete!. Y hoy, al verte, he tenido una revelación fulminante: de una vez por todas, voy a acabar con la monotonía.
-Yo creo que en el metro las percepciones se sienten más acentuadas. Mira, el otro día, leía a mi autor preferido, estaba alcanzado un párrafo apasionante...y...¿puedes creerlo? Todo el vagón se puso a latir con furor…¡pensé que iba a darme un ataque al corazón!! No te rías: me asusté mucho…Aunque, en realidad, fue un momento glorioso; no lo cambiaría por ningún otro de la jornada.” (Y mientras pensaba “el metro es la antesala del día, sí, el cauce oscuro donde lo vivido se prepara a ser presencia; el presagio indudable de una buena jornada.”)
“Joanic”. Ahí bajaba yo. Me despedí con una fugaz caricia en las manos y un “hasta luego”. Cuando ya estaba alcanzando la salida, te levantaste como movido por un resorte y, en el umbral de las compuertas, me espetaste: “¿Mañana a las 8 en Barceloneta, vagón segundo?” y apenas hube asentido, ya me murmurabas al oído: “Qué maja eres…Quiero emborracharme...” pero el cierre de puertas borró tus palabras y no supe discernir si habías pronunciado “de ti” o “contigo”.

Al día siguiente acudí radiante a nuestra cita: blusa roja, falda negra de volantes…La emoción hacía que vislumbrara signos de humanidad por todas partes: vendedores de billetes hoscamente tiernos; abuelas con la humildad pintada en los ojos; familias entrañablemente ruidosas…Alcancé el vagón número dos y no estabas. Te habías esfumado entre los intersticios de lo posible
Nunca volví a verte. Tal vez hayas cambiado de línea, o de existencia, o hayas decidido acomodarte a esa rutina de la que tanto deseabas fugarte.
He vuelto a mi anonimato: soy una mujer corriente que se dirige a su trabajo con los ojos velados de sueño. Pero estoy al acecho. No podrás engañarme, decirme que aquello no fue, que tuvo lugar sólo en mi mente. Espío uno a uno los viajeros anónimos que se sientan enfrente de mí. Como para vengarme del hado, me esfuerzo por arrancarles una mirada de interés a la que respondo con indiferencia. Tomo todas las líneas, examino todas las correspondencias.
Te espero para clavarte mi verdad como un puño: “Tú me conoces. Tú eres.”